viernes, 2 de enero de 2015

Pero resultó ser evitable. Muy evitable.

Me pregunté cien preguntas y no supe responder ninguna, por eso dejé de preguntarme. No es que me hubiese vuelto necio de repente, no es que no supiera (en algunas de ellas) contestar, es que no era necesario hacerlo. Es que no importaban esas preguntas, porque no importaba lo que había tras sus posibles respuestas. Se quemaron cien caminos, y eliminé esas cien preguntas.
Te tuve cerca, y te pude seguir teniendo tan cerca, incluso más. Tu respiración se perdió haciendo el relevo de la mía en cada beso que no nos dimos, que no nos dimos porque ya no había más besos que darnos.
Y tus labios hablaban más de lo que creías, y también tus miradas efímeras a los míos. Pero ya no ibas a acercarte, ni yo tampoco.
"¿No queda nada?" Quizás esa fue una de las preguntas. Pero qué más da, si ya no vale la pena ni pensar en la respuesta.
Nos dimos la vuelta, tú hacia una dirección y yo hacia la opuesta, y no echamos por ninguna de las dos partes un vistazo hacia atrás. No hubo la necesidad de mirarnos por última vez. No creímos que un posible cruce de miradas de última hora nos hiciese frenar en nuestra separación de caminos, ambos cada vez más distantes.
A veces perdíamos tiempo dudando, y a veces nos empeñábamos en hacer que lo que tenía que pasar, pasase un poco más tarde. Retrasando lo inevitable.
Pero creo que nunca pensamos que sí, que era evitable. Que aquel final que le dábamos a ciertas situaciones no tenía que ser siempre el mismo, y que todas esas veces que dijimos de irnos sin despedida (engañándonos al  sí dárnosla) podrían ser reales, e irnos sin despedirnos.
Todos sabemos cómo se las gastan los recuerdos, y el inexplicable mecanismo de echar de menos. Que un día te levantas y todo se vuelven dudas. Que sólo hace falta una canción que por azar suena en un instante coincidiendo contigo, que sólo hace falta el cruce de un perfume en tu camino, o cualquier detalle que tontamente acaba recordándote que ya no está. Es tarde para arrepentirse, y no estoy arrepentido de que ya tú y yo seamos evitables.
Pero si algo dolió fueron esas palabras. Fueron ciertas frases que dichas en determinados momentos parecen tan reales e inquebrantables que se convierten en tu religión, en tu biblia, en lo único que crees de verdad.
Las palabras se rompen, como las promesas se olvidan. Se nos olvida el hecho de que poner la mano en el fuego por algo o alguien implica poder quemarse, pero esa verdad en la que creemos nos tiene tan cegados que olvidamos el riesgo, y no creemos posible que el final nos chamusque los dedos.
Un sí y no debatiéndose tanto tiempo pero sin llegar a ser sí. Sin llegar a ser no.
Aunque ahora ya se ha decidido, nos hemos puesto de acuerdo, aunque haya tenido que ser forzado por nuestros errores. Que por cierto, ¿Por qué errores? No, no, errores no.
Por nuestros actos, y que los juzgue quien quiera, y que los califiquen de buenos o malos que ya da igual.
Y si todo vale como experiencia, ésta habrá sido una más. Qué nos gusta empeñarnos en que algo tiene que funcionar solo porque nosotros estamos seguros de que así tiene que ser. Dejemos de engañarnos. Y yo dejo de escribir.

Si alguna vez nos volvemos a ver, que nos volveremos a ver, espero poder decir con orgullo y para mí: Qué fácil fue evitarte esta vez.