Me pregunté cien preguntas y no supe responder ninguna, por
eso dejé de preguntarme. No es que me hubiese vuelto necio de repente, no es
que no supiera (en algunas de ellas) contestar, es que no era necesario
hacerlo. Es que no importaban esas preguntas, porque no importaba lo que había
tras sus posibles respuestas. Se quemaron cien caminos, y eliminé esas cien
preguntas.
Te tuve cerca, y te pude seguir teniendo tan cerca, incluso
más. Tu respiración se perdió haciendo el relevo de la mía en cada beso que no
nos dimos, que no nos dimos porque ya no había más besos que darnos.
Y tus labios hablaban más de lo que creías, y también tus
miradas efímeras a los míos. Pero ya no ibas a acercarte, ni yo tampoco.
"¿No queda nada?" Quizás esa fue una de las
preguntas. Pero qué más da, si ya no vale la pena ni pensar en la respuesta.
Nos dimos la vuelta, tú hacia una dirección y yo hacia la
opuesta, y no echamos por ninguna de las dos partes un vistazo hacia atrás. No
hubo la necesidad de mirarnos por última vez. No creímos que un posible cruce
de miradas de última hora nos hiciese frenar en nuestra separación de caminos,
ambos cada vez más distantes.
A veces perdíamos tiempo dudando, y a veces nos empeñábamos
en hacer que lo que tenía que pasar, pasase un poco más tarde. Retrasando lo
inevitable.
Pero creo que nunca pensamos que sí, que era evitable. Que
aquel final que le dábamos a ciertas situaciones no tenía que ser siempre el
mismo, y que todas esas veces que dijimos de irnos sin despedida (engañándonos
al sí dárnosla) podrían ser reales, e
irnos sin despedirnos.
Todos sabemos cómo se las gastan los recuerdos, y el
inexplicable mecanismo de echar de menos. Que un día te levantas y todo se
vuelven dudas. Que sólo hace falta una canción que por azar suena en un
instante coincidiendo contigo, que sólo hace falta el cruce de un perfume en tu
camino, o cualquier detalle que tontamente acaba recordándote que ya no está.
Es tarde para arrepentirse, y no estoy arrepentido de que ya tú y yo seamos
evitables.
Pero si algo dolió fueron esas palabras. Fueron ciertas
frases que dichas en determinados momentos parecen tan reales e inquebrantables
que se convierten en tu religión, en tu biblia, en lo único que crees de
verdad.
Las palabras se rompen, como las promesas se olvidan. Se nos
olvida el hecho de que poner la mano en el fuego por algo o alguien implica
poder quemarse, pero esa verdad en la que creemos nos tiene tan cegados que
olvidamos el riesgo, y no creemos posible que el final nos chamusque los dedos.
Un sí y no debatiéndose tanto tiempo pero sin llegar a ser
sí. Sin llegar a ser no.
Aunque ahora ya se ha decidido, nos hemos puesto de acuerdo,
aunque haya tenido que ser forzado por nuestros errores. Que por cierto, ¿Por
qué errores? No, no, errores no.
Por nuestros actos, y que los juzgue quien quiera, y que los
califiquen de buenos o malos que ya da igual.
Y si todo vale como experiencia, ésta habrá sido una más.
Qué nos gusta empeñarnos en que algo tiene que funcionar solo porque nosotros
estamos seguros de que así tiene que ser. Dejemos de engañarnos. Y yo dejo de
escribir.
Si alguna vez nos volvemos a ver, que nos volveremos a ver,
espero poder decir con orgullo y para mí: Qué fácil fue evitarte esta vez.