Quizás sea por esa estúpida manía de dejar pasar a la rutina
más allá del recibidor. La tratamos bien e incluso nos gusta; hasta que aburre.
Hasta que el aroma del café recién hecho tropieza al subir por las escaleras, y
nunca llega a la planta de arriba.
Los botones desabrochados por inercia han perdido la gracia.
Y no me interesan miradas cómplices que también son cómplices con otros ojos.
Lo quiero todo ahora. Lo he querido todo siempre. Pero la
rutina no.
Y el problema no es que se enfríe el café por las mañanas.
El problema es que cada día el café amanece encima de la mesa, asumiendo que él
será nuestra elección hoy. Extinguimos otras opciones. ¿Y Por qué? ¿Por miedo?
Lo desconocido asusta. Y lo que no, si no es bueno, aburre.
No quiero que seas para siempre, lo efímero me tira más. Nos
enseña a valorar las cosas, y a apreciar el tiempo. Y si lo efímero se hace
eterno, que se haga sin prometer serlo. Que dure para siempre pero siempre creyendo
que no durará más que un momento.
Prometerte al tiempo es esclavizarte a él. No nos hagamos
presos todavía. Aún creo en la libertad. Y más, si es compartida.
La guillotina nos espera a la vuelta de la esquina y yo me
entretengo haciéndote surcos en tu piel con mis dedos. Y mientras avancemos no
me grites lo que se avecina, no me expliques el peligro. Porque si la única
forma de sobrevivir hoy es quedarnos quietos, prefiero no sobrevivir, y correr
a lo que traiga el destino.
Es la única forma de sortear el aburrimiento, el café de por
las mañanas, y la inercia de la rutina. Avanzar. Contigo. Sin miedo a que un
cambio desequilibre nuestro equilibrio. Porque quizás, a nosotros, nos sienta
mejor el desorden.