miércoles, 22 de agosto de 2012

Hasta el final, sí es que existe.


Buenas, me llamo Lucas, y os voy  a contar mi historia con Lina, la mejor persona que he tenido en mi vida, y que podré tener.
Os cuento brevemente como nos conocimos.
Fue cuando me cambié de Universidad. Al llegar pues yo era nuevo allí y no conocía a nadie. Fui objeto de algunas bromas por los más graciosillos pero se dieron cuenta enseguida que yo no era el típico pardillo al que le debían de hacer bromas; eso lo captaron rápido. Al mes ya empecé a relacionarme más con los allí presentes, e incluso empecé a considerar realmente como amigos a algunos. Yo me alojaba en un pequeño piso cercano a la universidad, no tenía más de sesenta y cinco metros cuadrados pero para hacer algún experimento en la cocina, dormir y estudiar no necesitaba más. Durante aquel año lo pasé bien, un poco agobiado y la tensión natural de los exámenes pero no estuvo mal, y al finalizar el curso, se organizó una fiesta para todos los alumnos de la universidad. Se trataba de la típica cena de despedida y para los que les gustara más la marcha había una fiesta en la playa que duraría toda la noche, hasta el amanecer. Y bueno, aquí es cuando conocí a Lina.
Llegué con unos amigos sobre la medianoche. Nada más llegar ya empezamos a tomar las primeras copas, primeras risas, bromas,… Hice un intento de bailar con los colegas pero aquello no se le podía llamar bailar, más bien era dar saltos y chillar a la vez que cantábamos el trozo de letra de la canción que nos sabíamos. A las dos horas, con las copas justas como para estar ya contento y cansado de pegar botes como un crío, decidí sentarme sólo en la arena, y entonces la vi. En aquel instante tan sólo era una silueta, una sombra cerca de la orilla que jugaba con pasarse la arena de una mano a otra. Me sentí intrigado y quizás por el efecto de las copas de antes decidí acercarme. La saludé con un risueño “Qué tal” y ella me respondió con  un seco Hola. Me senté a su lado y le pregunté que por qué estaba allí, tan apartada del resto. Me comentó que no le hacía mucha gracia lo que había visto en lo que iba de noche y prefirió bajarse a estar sola. Hice como el que la escuchaba y le empecé a preguntar cosas que ahora mismo ni me acuerdo cuáles eran. Sólo sé que pasó una hora y yo seguía hablando allí con ella. Cuando nos levantamos y subimos con todo el jaleo y las luces de la fiesta, pude comprobar que aquella chica era una de las más bonitas que había visto jamás, quizás no era la  típica tía de revista, pero tenía unos ojos impresionantes, bonitos rasgos en la cara y cuando sonreía por alguna de mis tontería producidas por el alcohol era increíble. Me pasé el resto de la noche con ella. Me dijo que se llamaba Lina, que estudiaba periodismo y que estaba en cuarto de carrera. Que vivía en un pequeño pueblo de Valencia y que le encantaba la buena música. Si me dijo más cosas, no las recuerdo. Al entrar el amanecer nos fuimos de allí y nos sentamos en una pequeña terraza con bonitas vistas que había no muy cerca de allí. Desayunamos algo y nos echamos unas risas. Le propuse llevarla en coche hasta su casa pero se negó. No fue hasta que llegué a mi pequeño y cutre piso, donde me di cuenta que esa chica era especial. Busqué desesperadamente en mi móvil a ver si por alguna casualidad, en mi punto de más borrachera había conseguido su teléfono móvil, pero no lo encontré. Aún así, después de rastrear el móvil por completo, entré en el apartado de notas, y había una de la fecha de la fiesta y con la hora cerrada a las 5 de la mañana. La abrí y leí lo siguiente.
“Ahora mismo estás tumbado en la arena y revolcándote mientras dices hacer la cucaracha con dos chicos que a juzgar por las pintas llevan más copas que tú. No sé cuantas veces me has pedido el móvil ya, pero entiende que no te lo de, te acabo de conocer. No obstante, me has caído bien, bastante bien, y la verdad es que me has alegrado la noche, así que te voy a dar una pista. Lina Alcázar, Residencia universitaria Alfonso I.”
Y tras esto me encontré sonriendo tras la pantalla como un completo idiota.
Al día siguiente fui a dicha residencia y no tardé en encontrarla. Me invito a su habitación y no dudé en aceptar la invitación. Subí con ella y me senté en un sofá algo anticuado. Ella iba vestida de andar por casa como se dice, pero a mi me pareció incluso más guapa que hacía dos noches, en la fiesta. Tuvimos una conversación muy amena y bromeamos muchos sobre acontecimientos de la fiesta y la nota del móvil. Después de dos horas allí metido ni me pensé dos veces en irme sin sacar de allí algo; y sí, la invité a cenar. A lo antiguo, pero funcionó. La noche siguiente fui con mi mejor gala y embadurnado de colonia a buscarla en mi pequeño Ford Fiesta. No era un Mercedes, pero andaba.
Llegué hasta su puerta y allí me estaba esperando. Con un bonito vestido y una sonrisa que me ganó por completo me recibió. Me bajé del coche, le di dos besos y me recriminó el fuerte olor a colonia. Me sonrojé pero no dije nada. La llevé a un restaurante convencional, los ahorros no estaban para otra cosa, pero dio igual, la cena estuvo genial por el simple hecho de que ella era mi compañía. Risas, conversación interesante, hablamos del pasado de cada uno, de las aspiraciones, y también, del amor. Ella como yo no había tenido mucha suerte en este tema. Yo era más de ligues cortos en bares mientras ella había tenido relaciones más serias y duraderas, pero todas con final triste. Al acabar la velada, la llevé a un mirador con unas vistas increíble, “secreto de la casa” le dije. Y aquí, señores, tras otra intensa sesión de palabras, fue cuando en un vaivén de indirectas me lancé y la besé. Algo atrevido por mi parte, descarado, la conocía de muy poco pero había sido tan intensos y mágicos los ratos que había pasado con ella que no pude resistirme, y ella, no me quitó el gusto. Nos enlazamos en un beso que para mi, fue el más bonito y especial que he tenido nunca. Tras eso nos dimos un paseo abrazados y sobre las tres, la llevé de vuelta a su residencia. Un último beso de despedida y un “espero verte mañana” fue mi adiós, mi adiós hasta el día siguiente, que la volví a ver. Aquí empezó nuestra historia. Para no aburrir, voy a saltarme muchos momentos.
Pasaron cinco años. Sí, cinco años a su lado. Los más felices de mi vida. Cinco años de grandes momentos, locuras, viajes, noches inolvidables y besos de todos los colores.
Pero aquí empieza el otro lado de la historia.
Un frío día de invierno, tras dejarla en el médico, fui a tomarme un café con unos amigos. Últimamente le hacían muchas pruebas porque decía que se sentía cansada, con naúseas, sin ganas de nada. Comía poco y si no fuera por las escasas sonrisas que conseguía arrebatarle no la veía reír en todo el día. Eran pruebas convencionales, los médicos se lo achacaban al estrés, a quizás un virus tonto, cuestión de una semana con alguna pastilla y poco más. Pero aquel día, cuando la fui a recoger ella estaba aún más triste de lo normal. Y no tardó en derrumbarse. Le habían detectado un cáncer de hígado, pero no sólo esa frase me hizo sentir un escalofrío desde los pies a la cabeza, fue lo siguiente que me dijo. “Dicen que es irreversible y terminal, que dos años con suerte, y con tratamientos diarios…” Esto, antes de que rompiera a llorar. La abracé y aunque lo intenté, no pude aguantarme las lágrimas y ese incómodo  nudo en la garganta.
Fueron días intensos en el hospital, buscando una solución a algo que ya no parecía tenerla. Dedicamos un año entero en viajar para intentar buscar soluciones en otros lugares, otros médicos, otros hospitales… Pero nada. Ni una operación a vida o muerte, no conseguimos nada. La esperanza murió el día que volvimos de Roma. La séptima capital del séptimo país al que habíamos pedido ayuda a sus expertos. Nada.
Me gasté todos mis ahorros en los viajes y en los tratamientos. Su familia también pusieron de su parte, claro.
Pero un día, me desperté, me desperté y la miré. Estaba durmiendo como una niña a mi lado. Su rostro estaba cambiado. La enfermedad y su estado psicológico estaban haciendo que ella envejeciera por momentos. Aún así la vi igual de bonita que aquel día en aquella fiesta de despedida, o cuando fui a verla a su habitación a la residencia universitaria. Era tan bonita… Que el hecho de pensar que no podría volver a verla, a tenerla conmigo, a despertarme sin sentir su respiración me hizo gemir y lloriquear como un niño que ha perdido su peluche de dormir, ese que siempre está con él a todo momento, que lo escucha, que lo acompaña…
Después decidí que si por desgracia, tan sólo le quedaban unos meses de vida, unos meses con ella, tendría que hacer que fueran los mejores de su vida, y que acabase con una sonrisa, y no comiéndose la cabeza hasta no poder más en una cama de un hospital cualquiera. Así que lo decidí. Aquí comencé mi segunda etapa con ella, mi segunda vida a su lado. Los primeros días seguía reacia a reírse de mis bromas, que me costaba hacerlas porque yo realmente no encontraba esa chispa graciosa que siempre me había caracterizado, y es que eso de que podría perderla me asustaba, me asustaba mucho. ¿Pero sabéis qué? Que lo conseguí. Conseguí sacarle siempre una sonrisa, y su propia sonrisa era la que me hacía reír a mi también. Grabamos infinidad de vídeos haciendo tonterías, fotos, millones de fotos en todos los lugares y de todos los tipos. Vimos películas, la llevé de viaje, y en nueve meses, no hablamos ni una sola vez de su enfermedad. La obviamos por completo, es más, creo que hasta llegué a olvidar que le quedaban pocos días a mi lado. Se me olvidó, e incluso creo que a ella también. Fuimos felices, salvo todo pronóstico lo conseguimos. Cuantos momentos más tuvimos, y uno superaba al otro, su mirada triste cambió, su sonrisa volvió, cambió las lágrimas por la ilusión del mañana. No pensábamos más lejos que del minuto exacto que estábamos viviendo. Segundo a segundo, aprovechando cada calada de vida que teníamos, y digo teníamos, porque si ella se iba, yo moría a la misma vez. Definimos la palabra felicidad con cada uno de nuestros días, y quien me lo iba a decir, que en aquella situación, nos compramos nuestra primera casa, y vivimos eso que un día soñamos vivir.
A pesar de todo esto, yo notaba que se consumía, muy lentamente, como la cera de una vela, iba cayendo... Un día, ya cercano a su hospitalización, un amigo nos invitó a ir a un pequeño lugar. Le llamaban el túnel de la magia, porque, según él, si pasábas debajo de él, y apoyabas tus manos en sus paredes mientras lo ibas recorriendo, todos los deseos que te dieran tiempo a pedir se cumplirían. Sólo se podía pasar una vez, ya que sólo funcionaba con los primeros deseos que pidieses, y escasamente tenía de longitud tres metros. Yo decidí que era un buen sitio para finalizar aquella segunda etapa en nuestra vida, y sin pensarlo la llevé por sorpresa. Le expliqué en qué consistía y entré con ella. Le dije que yo no pediría nada, pues me bastaba con qué lo pidiese ella, y así fue. Entró en el pequeño túnel. Los primeros pasos los recorrió sin colocar su mano sobre las paredes. Le recordé, que si quería pedir los deseos, la tradición decía que debía de ir tocando con la mano la bonita pared de aquel agujero decorado. Ella asintió y me esbozó una sonrisa, su sonrisa. Continúo andando sin apoyar ni un solo dedo sobre la pared, y justo cuando le quedaban cuatro pasos para salir, los apoyó, cerró los ojos, y tras andar esos últimos pasos salió del túnel. Me quedé extrañado, pues no le había dado tiempo a pedir mucho, vamos, dudaba que escasamente un deseo, pero no quise decirle nada. A la semana tuvieron que hospitalizarla, y en cuestión de días ella empeoró. No me separé de ella en todos esos días, dormía allí y la acompañé en todo momento, buscando que no se sintiera sola en sus últimos días. Creó que lloré yo más que ella, me convertí en un llorica, pero delante de ella siempre mantenía mi sonrisa, que conseguía contagiarle a ella. Así que, de esta manera, llegó la temida y por desgracia, esperada noche. Sería de madrugada cuando sus constantes vitales empezaron a bajar y los médicos dejaron de sedarla. Le dejaron de suministrar los medicamentos y como me dijo el doctor, mejor dejarla que se vaya tranquila a la eternidad. Fueron palabras bonitas que me hicieron sentir ese jodido nudo que me envolvía cada vez que pensaba que ella, Lina, mi niña, estaba a punta de irse de mi lado. Entré en la habitación y allí mantuve mis últimas palabras con ella, ya absento de toda esperanza, de toda recuperación, de que podría salir de esto como siempre le dije que podría hacerlo. Me sentí un mentiroso por prometerle que conseguiría salir de ese estúpido cáncer, que en aquellos momentos estaba pudiendo con ella.
- Lina…
- ¿Te lo han dicho ya? Qué de esta noche no paso, ¿no?
Me miró con esa mirada que se clavó en mi corazón y me hizo temblar la voz.
-          No digas eso cariño, tienes que ser fuerte, como en todo este tiempo.
-          Ya no me quedan fuerzas Lucas, y tampoco me apetece seguir luchando. El destino ha querido que este sea mi final y no me puedo quejar, porque mis últimos días aquí han sido los más maravillosos que he podido vivir, y todos contigo. Gracias…
-          Gracias a ti, pequeña…

Le acaricié la cara mientras sentía unas ganas de abrazarla y llevármela lejos, a ser felices juntos, sin ningún temor.
-          Cada persona envejece a una edad, a mi me ha tocado demasiado pronto, pero he vivido todo lo que podría haber deseado vivir.
-          Me alegro, de verdad, me alegro muchísimo.

El puñetero aparato que marcaba los latidos de su corazón empezó a alertar de que su corazón, se estaba apagando. El médico entró en la sala rápidamente pero ella se empeñó en que nos dejara a solas. Él asintió, sabiendo ya del final que tendría todo aquello.
Y aquella noche, antes de que como dijo el médico minutos atrás, ella marchará hacia la eternidad, le quise preguntar algo que llevaba en mi cabeza las últimas semanas.
- ¿Cuál fue el deseo que pediste?
- ¿Cómo?
- Sí, el día que te llevé a aquel “túnel de la magia”. ¿Qué pediste?
- Si te lo digo, no se cumplirá.
Sonrió y continúo hablando.
-          Aunque supongo que ya, te lo puedo decir…

Le respondí con una sonrisa porque no me salieron las palabras.
-          Pedí pasar mis últimos días, y mi último momento de vida contigo, y es cierto, es cierto eso que dicen de que se cumplen.
-          Pero,… Entonces, ¿no pediste curarte? ¡¿Por qué?!
-          Porque una vez dijimos que todo lo que viniese en nuestras vidas, lo pasaríamos juntos, y si la vida se acaba hoy, esta noche, que sea como dijimos juntos. Curarme ya no era cuestión de un deseo, no quería arriesgarme a desperdiciar algo tan mágico en pedir algo imposible. Prefería pedir esto, y te aseguro, que no me arrepiento.

Me agarró la mano mientras su voz se apagó. Sentí un escalofrío al notar su suave piel en contacto de la mía, y llamé rápidamente al médico mientras rezaba todo lo que sabía para que no se fuera para siempre.
Sí, esta es la parte triste, o así lo parece.
Tras aquella noche, ella no se fue, es más, no se ha ido. Me acompaña ahora mismo, está aquí conmigo, y hasta el día de hoy y desde aquel otro, me ha estado a acompañando, a mi lado, juntos, como dijimos. Es cierto que ella no pidió curarse, pero yo sí lo hice por ella. 
Os dejo de contar la historia, porque la estoy viendo que se acaba de poner ese conjunto que le queda tan bien, y acaba de entrar en el cuarto, creo que tenemos algo pendiente así que, os dejo. Los deseos como los sueños, sí se pueden hacer realidad.

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Esto acaba como quieras...


Y se cumplió. "A veces, la eternidad puede esperar" me susurró el médico tras aquella recuperación que experimentó Lina, en cuestión de semanas, tras aquella noche frenética en el que estuvo a punto de coger ese billete de ida al cielo.

viernes, 10 de agosto de 2012

Llámalo adrenalina.

Estoy a seiscientos treinta y cuatro metros sobre el suelo. Elevado, en lo más alto. Aquí arriba el viento sopla diferente, con más fuerza. Ruge, sus rugidos silban en tus oídos y sientes un imponente escalofrío. Es una sensación límite,  eso de estar a un paso de descender de la torre más alta del mundo hasta el infinito vacío. ¿Esas manchas, esas pequeñas gotas moviéndose como hormigas sois vosotros? Díos mío, desde aquí arriba es todo tan pequeño, y yo me siento tan grande...
Siento que si saltara podría echar a volar, que abriendo los brazos planearía como un pájaro, como un avión, que podría llegar a la otra punta de la ciudad de un salto.
 ¿Sabes? Aquí arriba olvidas todo lo que te ocurre allí abajo. Olvidas los problemas, las preocupaciones, las noches en vela y los días que nada más empiezan quieres que acaben. Desde mi horizontal sólo veo el cielo, y me siento en las nubes. Así, como un soplo de aire fresco, como una bocanada de libertad, no estoy preso a nada y nada está preso en mi.
Creo que voy a hacerlo, creo que voy a cruzar la línea. Creo que voy sentir como es pisar el vacío, como es andar por el aire, estoy decidido, no quiero que nadie me pare y que nadie se preocupe por mi en este camino a la eternidad. He subido sólo y ya que estoy arriba no necesito ayuda de nadie más que de mi mismo.
Hay algo de niebla, pero es por la altura. Noto la presión en los oídos y esa sensación de que me falta un poquito de aire. Cada vez que bajo la mirada y veo el precipicio al que están mis pies, se acelera mi corazón. Ir hacia atrás no tendría sentido después de todo lo pasado para llegar hasta allí.Sólo tengo que ir hacia adelante, dar el último paso. Voces en mi cabeza me lo piden, pero sin embargo hay otras que me intentan parar. ¿Por qué no queréis que de ese último paso? ¿Por qué me frenáis justo cuando estoy a punto de conseguirlo? Constantes vitales subiendo. Es gracioso porque mientras me peleo conmigo mismo el viento me empuja hacia el vacío, y es irónico, que justo cuando estás a punto de caer, es cuando todo tu valor para hacerlo se desvanece y es cuando quieres volver atrás. Retroceder. Pero ya es tarde, ¿no?