Es
mejor no dar protagonismo a los finales, a esos finales que le quitan espacio a
los principios. Y benditos principios.
Principios
aún sin estructurar que buscan su sitio, como lo hace un flujo de agua por un
canal. Y nosotros somos cada gota. Chocando. Hasta evaporarnos y volver a caer.
Porque en eso consiste esto, en subidas y bajadas.
Hay
despedidas que se guardan para momentos especiales... o quizás los momentos
especiales guardan despedidas. El caso es que yo no descorcho un gran reserva
tan fácil, y con tu adiós descorché el de la mejor cosecha.
Olía
a alcohol en la cocina, la fiesta se encendía y los tragos caían al ritmo del
caer de las gotas de lluvia en los cristales. Quién sabe si esa lluvia nos
guardaba a nosotros dos. Quién sabe si nuestro camino también se interrumpió
contra el cristal. Si morimos en una de esas caídas precipitadas al vacío,
después de haber subido tanto, tanto,... hasta las nubes.
Quizás
fue vértigo. El problema es que cuando estás tan arriba y no recuerdas que te
puedes caer, al hacerlo, duele más.
En
la misma habitación donde vi tirada tu ropa por primera vez. En el mismo suelo
que recogió nuestra ropa lanzada con ansia, aunque no lo confundas con prisa;
más bien era pasión. En ese mismo suelo, acabé yo. Con unas copas de más, y yo
echándote de menos.
Miraba
mareado como la cama parecía trepar por la ventana, y creí oler tu perfume al
echarme sobre ella. Cerré los ojos. Pero inmediatamente los abrí. Todo me daba
vueltas.
Me
duché para sentirme más vivo, aunque quizás ya estaba muerto, si miraba de
nuevo esas otras gotas que eran paradas por la ventana de la ducha.
Yo
no quería olvidar así pero nadie me había dado instrucciones. No sabía cómo
empezar a hacerlo y bebí como escusa, o como motivo para atreverme a llamar a
tu número y decirte todo lo que no me atreví nunca a decir.
Tan
equivocado como siempre. Me vestí y me acosté. Era madrugada.
"La
luna está tan decepcionada conmigo que ya ni baja a saludarme por las
noches", pensé. Por eso aquella noche llovía. Por eso había tantas nubes.
No quería verme, y se escondía.
Podía
consolarme con el ruido de la tormenta, pero no podía consolarte a ti. Y eso me
escocía. Recuerdo cuando me decías que te daban miedo los truenos, el viento.
Recuerdo como me giré a ti y te abracé, como protegiéndote de algo de lo que ya
nos protegían las paredes. Y el techo. El mismo techo que ahora miraba, con los
ojos abiertos, pensándote otra vez.
Crujían
los árboles mientras dejé correr al reloj. Y siguió corriendo. Y no paraba. Y
pasaron días. Y pasaron meses. Y de repente se volvió a parar.
Con
otra mirada tímida. Con otros labios cortados. Con otra voz que no quería dejar
de escuchar.
De
improvisto, como dicen que salen mejor las cosas, cuando menos lo esperas,
alguien nuevo aparece. Y te llena. Poco a poco.
Hasta
que vuelves a ver caída su ropa en el suelo. Hasta que vuelve a quitarte la
camisa botón a botón hasta dejarte sin nada, sin nada más que ella. Y ella, sin
nada más que tú.
Y
esta vez las gotas de los cristales no eran lluvia, eran vaho producto de unas
ganas incontenibles. Esta vez los recuerdos no dolían porque, aunque andaban quebrados por
aquella misma habitación, ya no se escuchaban. Ya no hablaban. Ahora los
recuerdos se habían quedado sin voz, porque otra voz sonaba más fuerte. Porque
otro principio, había dejado atrás a un nuevo final. Y entonces me di cuenta que
aquel adiós sólo fue eso, un final. Y lo que le sigue a los finales siempre son
principios. ¡Benditos principios!
Y ya solo puedo pedir una cosa: que esta vez sepamos sortear los cristales.