Me cansé de los cruces de miradas que parecen destinados a
volver a cruzarse, pero luego no lo hacen. De esas historias suicidas que
tienes que enterrar en litros de tequila después de un tiempo para olvidarlas.
De canciones en la radio que te recuerdan a la misma persona que no se
acordaría de ti al escucharla. De letras vacías. De casarme con la duda y
divorciarme al instante siguiente.
Buscaba algo diferente y me cruzaba con todo lo que
resultaba ser igual. Por eso decidí hacer reforma, y desde entonces ando con el
corazón en obras.
Acabas huyendo de lo que te hace ilusión por miedo a
desilusionarte. Suena triste, pero lo más triste es que es cierto.
Es cierto que cerramos puertas porque antes nos las cerraron
a nosotros. Que hacemos daño porque antes nos lo hicieron a nosotros. Es como
un mecanismo de defensa que se activa en cuanto sentimos que la historia puede
repetirse, y podemos volver a acabar perdiendo. Aunque solemos pagar nuestras
cuentas con quien menos culpa tiene, y así nos va.
Por ello lo de que
todos somos un poco masocas, y nos encanta tropezar con la misma piedra ya no
una, ni dos, ni tres, sino un número ilimitado de veces. Por ello los sí pero
no, los te quiero pero mejor nos damos tiempo, las despedidas que prometen
reencontrarse, los reencuentros que ya suenan a una nueva despedida, las
"oportunidades" a
regañadientes, y siempre entre comillas, porque eso no son oportunidades.
Al final acabaremos pensando que hasta el silencio nos
miente, convenciéndonos de que arriesgarse es exponernos demasiado, y dejaremos
de creer en los cruces de miradas. En las historias suicidas. En las canciones
de radio. En sus letras. En la duda eterna, que no conoce divorcio y que se
pregunta si realmente esconderse es la solución para no acabar preguntándote
por qué volviste a tropezar.
Aunque quizás, tropezar sea la única forma de encontrarte. O
de encontrarla. O de que te encuentres al encontrarla a ella.
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