domingo, 24 de mayo de 2015

Benditos principios

Es mejor no dar protagonismo a los finales, a esos finales que le quitan espacio a los principios. Y benditos principios.
Principios aún sin estructurar que buscan su sitio, como lo hace un flujo de agua por un canal. Y nosotros somos cada gota. Chocando. Hasta evaporarnos y volver a caer. Porque en eso consiste esto, en subidas y bajadas.

Hay despedidas que se guardan para momentos especiales... o quizás los momentos especiales guardan despedidas. El caso es que yo no descorcho un gran reserva tan fácil, y con tu adiós descorché el de la mejor cosecha.
Olía a alcohol en la cocina, la fiesta se encendía y los tragos caían al ritmo del caer de las gotas de lluvia en los cristales. Quién sabe si esa lluvia nos guardaba a nosotros dos. Quién sabe si nuestro camino también se interrumpió contra el cristal. Si morimos en una de esas caídas precipitadas al vacío, después de haber subido tanto, tanto,... hasta las nubes.
Quizás fue vértigo. El problema es que cuando estás tan arriba y no recuerdas que te puedes caer, al hacerlo, duele más.
En la misma habitación donde vi tirada tu ropa por primera vez. En el mismo suelo que recogió nuestra ropa lanzada con ansia, aunque no lo confundas con prisa; más bien era pasión. En ese mismo suelo, acabé yo. Con unas copas de más, y yo echándote de menos.
Miraba mareado como la cama parecía trepar por la ventana, y creí oler tu perfume al echarme sobre ella. Cerré los ojos. Pero inmediatamente los abrí. Todo me daba vueltas.

Me duché para sentirme más vivo, aunque quizás ya estaba muerto, si miraba de nuevo esas otras gotas que eran paradas por la ventana de la ducha.
Yo no quería olvidar así pero nadie me había dado instrucciones. No sabía cómo empezar a hacerlo y bebí como escusa, o como motivo para atreverme a llamar a tu número y decirte todo lo que no me atreví nunca a decir.
Tan equivocado como siempre. Me vestí y me acosté. Era madrugada.
"La luna está tan decepcionada conmigo que ya ni baja a saludarme por las noches", pensé. Por eso aquella noche llovía. Por eso había tantas nubes. No quería verme, y se escondía.
Podía consolarme con el ruido de la tormenta, pero no podía consolarte a ti. Y eso me escocía. Recuerdo cuando me decías que te daban miedo los truenos, el viento. Recuerdo como me giré a ti y te abracé, como protegiéndote de algo de lo que ya nos protegían las paredes. Y el techo. El mismo techo que ahora miraba, con los ojos abiertos, pensándote otra vez.

Crujían los árboles mientras dejé correr al reloj. Y siguió corriendo. Y no paraba. Y pasaron días. Y pasaron meses. Y de repente se volvió a parar.
Con otra mirada tímida. Con otros labios cortados. Con otra voz que no quería dejar de escuchar.
De improvisto, como dicen que salen mejor las cosas, cuando menos lo esperas, alguien nuevo aparece. Y te llena. Poco a poco.
Hasta que vuelves a ver caída su ropa en el suelo. Hasta que vuelve a quitarte la camisa botón a botón hasta dejarte sin nada, sin nada más que ella. Y ella, sin nada más que tú.
Y esta vez las gotas de los cristales no eran lluvia, eran vaho producto de unas ganas incontenibles. Esta vez los recuerdos no dolían porque, aunque andaban quebrados por aquella misma habitación, ya no se escuchaban. Ya no hablaban. Ahora los recuerdos se habían quedado sin voz, porque otra voz sonaba más fuerte. Porque otro principio, había dejado atrás a un nuevo final. Y entonces me di cuenta que aquel adiós sólo fue eso, un final. Y lo que le sigue a los finales siempre son principios. ¡Benditos principios!
Y ya solo puedo pedir una cosa: que esta vez sepamos sortear los cristales.

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