Me desperté esta mañana con tu letra escrita en un trozo de papel
arrugado. Me decías, con trazos firmes al principio, que habías soñado conmigo,
y conforme me contabas ese sueño tu letra se volvía más pequeña y menos
legible, como si pretendieses que no la pudiese entender, pero necesitaras irte
sabiendo que la habías escrito...
"Esta noche he soñado contigo. He soñado algo que me ha hecho
levantarme nerviosa y quizás han sido justo esos nervios los que he intentado
canalizar escribiéndote esto. Después de soñar algo que me parecía tan real y
despertar y verte a mi lado durmiendo, no he podido evitar quedarme mirándote.
El sol entraba por los diminutos agujeros de la persiana y dejaban tu cara
iluminada a lunares, esos que cuento por tu espalda cuando no puedo dormirme y
te giras abrazando tu trozo de la almohada. El sueño del que te hablo me
llevaba a un bar de estilo antiguo, con música de los noventa. Yo esperaba en
la mesa a que tú llegaras para contarte la noticia más importante que jamás te
había dado. Estaba impaciente por verte, estaba impaciente porque me dieras
unos de esos besos tuyos que sirven para tranquilizarme a veces, y para todo lo
contrario otras. Ya lo tenía todo pensado, ya había ordenado cuidadosamente las
palabras en mi cabeza y había elegido el tono con el que te diría...".
Dejé de entender la letra. Los trazos estaban tan juntos que las
palabras se doblaban unas a otras y era imposible comprender nada. Seguía
entrando el sol por la ventana y yo seguía buscándolo, con la hoja entre las
manos, a ver si la claridad me ayudaba a descifrar aquel laberinto de palabras.
¿Qué me tenías que decir? De repente me di cuenta al respirar
hondo que la habitación aún olía a ti. Me quedé con ese olor y los ojos
cerrados. Entonces recordé algo. Anoche te noté rara. Mientras cenábamos hubo
muchos silencios cuando nosotros, lo de quedarnos callados, siempre lo hemos
dejado para otras circunstancias. Tu mirada se perdía al vaso muchas veces, y
no te pediste lo de siempre. Te pasaba algo, pero no me di cuenta. Estaba
demasiado pendiente en contarte cosas interesantes con las que no aburrirte.
Aunque, no creo que ese haya sido el motivo de tu huida. No creo que te hayas
ido porque te he aburrido. Nunca nos hemos aburrido en este tiempo.
Me levanté de la cama y vi tirado tu pintalabios justo en la
entrada de casa, debajo de la percha, como si se te hubiese caído del bolso.
Intenté recordar si anoche lo tiraste cuando, nada más abrir la puerta de casa,
te arramplé a besos hasta el cuarto y dejaste el bolso mal colgado. Pero no me
fijé en ese detalle. Estaba pendiente en desabrochar cada botón de tu camisa.
En estar tan cerca que nuestra respiración hiciera el relevo la una a la otra.
En leer tu piel con mis manos como si yo fuese ciego y tú, desnuda, un sistema
braille.
Era verano y se notaba en cada rincón de la casa. El calor
comenzaba a hacerme sudar. ¿Qué me tenías que decir? Busqué mi móvil con la
mirada y lo localicé en la mesita de noche. Marqué tu número casi sin mirar el
teclado y pulsé el botón de llamar. No respondías.
Me daba pánico pensar en la posibilidad de que algo malo te
hubiese pasado. También en si no volvería a verte.
Fui al baño. Aún seguía tu cepillo de dientes junto al mío.
También tu neceser con las cosas del maquillaje. Abrí el grifo y me eché agua
en la cara. Cuando levanté la mirada, noté como mi reflejó también te estaba
buscando.
Caminé hasta el salón aún descalzo. Con las manos en jarras hice
una panorámica, desde el balcón hasta el sofá. Nada parecía estar fuera de su
sitio. Quise asomarme por el balcón, recorrí visualmente la calle. Algunas
personas caminaban por la acera y una moto de reparto rompió el relativo
silencio que guardaba la calle.
Regresé a la habitación y me volví a sentar en la cama. Sostuve
aquel papel arrugado. Releí la carta. La volví a leer. Por cuarta vez, deambulé
mentalmente por aquellas líneas: “Esta noche he soñado contigo…”.
De pronto, algo llamó mi atención. Al trasluz, se podía vislumbrar unas palabras sobrepuestas en aquel párrafo inentendible del final. Corrí hasta
la cocina, tomé un mechero, y regresé a la habitación. Encendí el mechero.
Iluminé el papel. Entendí una ‘q’, una ‘u’… ‘Quieres’. La siguiente palabra
empezaba por ‘c’, seguía por ‘a’… ¡Casarte! Y, para acabar, la última palabra
era: ‘conmigo’.
No me lo podía creer. La felicidad me inundó por completo. Miré al techo y
sonreí como si me fuera la vida en ello. De repente escuché el ruido del
ascensor. ¿Serías tú? Dejé la carta en el mismo sitio que la encontré, justo en
el suelo de la habitación, y me volví a tumbar en la cama haciéndome el
dormido. La puerta del piso se abrió. Entraste sin hacer mucho
ruido, pero te noté apresurada. Gracias a tu respiración y a tus pasos supe que
estabas entrando en el cuarto. Estuviste unos segundos parada. Luego te
volviste a mover. Escuché arrugarse el papel, por lo que supe que lo estabas
cogiendo. Yo seguía fingiendo que dormía, manteniendo los ojos cerrados. Y
cuando ya no podía aguantar las ganas de comerte a besos, los abrí.
Sin embargo, cuando lo hice ya estabas de espaldas, saliendo de la
habitación. Y antes de que pudiese reaccionar, volviste a salir de casa. Te
llevaste aquel papel contigo. Yo me levanté y corrí al balcón. Te vi salir del
portal. Caminaste unos pasos. Había un hombre esperándote. Abrí la ventana para
poder ver y escuchar mejor. Le enseñaste aquel papel arrugado. Él se llevó un
rato leyéndolo. Luego lo puso al trasluz. Y os besasteis.
Nunca más volví a saber de ti.